Cuando las personas encuentran a Jesús en otra iglesia (Parte 1): Nuestro lado del muro
Hace algunos años, uno de mis amigos, que se había criado y educado en la Iglesia Adventista del Séptimo Día, dijo a sus padres que se iba a afiliar a una iglesia de otra confesión. Conviene que entiendan que no se estaba haciendo espiritista, ni cienciólogo, ni católico romano. Se estaba uniendo a una iglesia protestante conservadora basada en la Biblia, pero que se reunía los domingos por la mañana.
Ahora, pasado el tiempo, y con la perspectiva que tengo ahora, es doloroso incluso recordar la historia: cómo el padre de mi amigo nunca volvió a hablarle y le desheredó formalmente en su testamento, cómo su madre lloró y pidió a la iglesia que orara, mientras se lamentaba públicamente de que su hijo no estaría en el cielo con ella. Algunas respuestas de su iglesia local fueron menos duras, pero no menos condenatorias: cartas y tarjetas que decían: ” Estamos orando por ti, para que veas lo equivocado de tu decisión y vuelvas a la verdadera iglesia de Dios”.
La hermana de mi amigo también había dejado de ir a la iglesia y llevaba lo que la mayoría consideraría un estilo de vida poco adventista. A ella, sin embargo, no la trataron como a él. La madre de mi amigo explicó que la hermana decía que seguía creyendo en las verdades, pero que ya no las practicaba. Seguía siendo miembro en regla. Pero mi amigo, aunque apreciaba plenamente el mensaje evangélico con el que se había críado, había sacrificado su condición de miembro adventista al unirse a una iglesia dominical, y eso era imperdonable.
La hermana de mi amigo también había dejado de ir a la iglesia y llevaba lo que la mayoría consideraría un estilo de vida poco adventista. A ella, sin embargo, no la trataron como a él. La madre de mi amigo explicó que la hermana decía que seguía creyendo en las verdades, pero que ya no las practicaba. Seguía siendo miembro en regla. Pero mi amigo, aunque apreciaba plenamente el mensaje evangélico con el que se había criado, había sacrificado su condición de miembro adventista al unirse a una iglesia dominical, y eso era imperdonable.
Cuando uno se va
Este recuerdo me vino a la memoria cuando el pastor Dan Wysong se fue a ejercer su ministerio en la Iglesia Unida de Cristo hace unos años. En las respuestas a las preguntas de mi entrevista, explicó lo mucho que apreciaba su educación adventista. Pero sentía que había llegado a un punto en el que anhelaba ejercer el cuidado pastoral y el liderazgo en un entorno de compañerismo afectuoso, en lugar de que su ministerio se viera siempre ensombrecido por una ortodoxia estrictamente definida y un magisterio denominacional arrogante. Contó cómo le dolió como la Asociación impidió que su iglesia bautizara a una mujer que no estaba casada formal. Cómo la votación de San Antonio sobre la ordenación de mujeres le había hecho sentir que la Iglesia estaba retrocediendo, no avanzando. Que anhelaba un lugar donde pudiera atender las necesidades de la gente como lo hizo Jesús.
Algunos lectores entendían lo que decía y reconocían sus intenciones. Pero la ansiedad también surgió rápidamente. Al leer los comentarios en Facebook, resultaba difícil no pensar en el tipo de intercambios “él dijo, ella dijo” que resuenan en la comunidad tras el divorcio de una pareja de la Iglesia. Algunos le acusaron de no decir la verdad cuando afirmó que la iglesia había apoyado la decisión de bautizar a una lesbiana, y aunque el narrador de la historia no había estado allí, estaba ansioso por transmitir el rumor. A otros les molestaba el hecho de que dejara de ser pastor adventista para convertirse en pastor de la Iglesia Unida de Cristo; ¿había esperado a “divorciarse” de nosotros hasta que ya tenía una amante con la que irse a vivir? ¿Cuánto tiempo llevaba cometiendo infidelidades contra nosotros en su corazón, mientras se hacía pasar por nuestro pastor? A lo mejor nunca fue auténtico, nunca fue uno de los nuestros.
Dan había oído todas las razones por las que debía quedarse: que si se iba afectaría a la fe de la comunidad, que debía mejorar la iglesia en lugar de abandonarla. Pero parecía que no nadie lo escuchaba. ¿Por qué iba a depender la obra de su vida de los sentimientos de personas más dispuestas a criticar que a comprender?
Tal vez haya llegado el momento de explorar por qué la partida de alguien de nuestra hermandad a otra genera tanta ansiedad.
El muro
La barrera psicológica y sociológica entre nosotros y los demás credos es como un muro fronterizo. De un lado, eres nuestro. Al otro lado, eres una criatura extraña a la que no entendemos. Si te vas, esto es lo que puede pasar.
A partir de ahora, cada contacto contigo estará condicionado por el hecho de que nos hayas dejado. Algunas personas seguirán proyectando su decepción hacia ti durante años, quizá durante toda tu vida. Algunos oraremos por ti; otros nos molestaremos contigo; otros te ignoraremos y te olvidaremos; unos pocos declararán que estás perdido para la eternidad.
Puede que quieras seguir siendo amigo nuestro, y puede que nosotros digamos que también queremos eso. Pero lucharemos contra ello. Siempre estará ahí, una barrera entre nosotros. Sentiremos una sensación de incomodidad cada vez que te veamos. Puede que no te rechacemos, pero cuando nos crucemos contigo en el supermercado, tu deserción será lo primero en lo que pensemos. Nunca perderemos la oportunidad de decirte algo sobre volver a la iglesia, invitación que pretendemos que sea cálida y acogedora. Pero tú sabrás que en realidad es una desaprobación, y puede convertirse en una incómoda despedida de nuestro encuentro, como un mal sabor de boca de lo que podría haber sido un agradable encuentro.
Nunca admitiremos que tú encontraste una experiencia espiritual más enriquecedora en otro lugar, aunque así sea. Eso es porque el que te vayas no sólo nos amenaza a nosotros, no sólo a nuestra iglesia, sino al propio muro fronterizo. Nos obligas a asomarnos por encima del muro, y no podemos admitir que puedas ser feliz en Jesús en ese lugar. Eso nos da miedo. Así que nos diremos a nosotros mismos que estás engañado. Debes estarlo. Pero el simple acto de tener que procesar esos pensamientos sacude la puerta que hemos cerrado herméticamente sobre algunas de nuestras dudas, y libera un poco de ansiedad en nuestros corazones.
En algún lugar de nuestro interior, nuestra decepción hacia ti puede incluso estar teñida de envidia, como si hubieras elegido un camino más fácil (aunque un camino más fácil que probablemente está mal porque es más fácil, como un hombre que deja de lado sus votos matrimoniales por una serie de aventuras sin preocupaciones). Puede que incluso nos preguntemos si has hecho este cambio para poder hacer todas esas cosas prohibidas, como fumar, beber y andar de callejero. Porque algunos creemos que eso es lo que hace la gente del otro lado del muro.
Que te vayas nos parece un poco insultante. No sólo hiciste un cambio. Rompiste con nosotros y te has unido a otra denominación. Actúas como si fueras demasiado bueno para nosotros, por lo que nos apresuramos a recordarnos que en realidad somos demasiado buenos para ti, porque nosotros estamos “en la verdad” y tú no.
Todo lo cual equivale a decir que, sin quererlo, quizá ni siquiera sabiendo que lo somos, te lo echaremos en cara para siempre, o al menos hasta que te arrepientas y vuelvas a nosotros.
Y, a decir verdad, puede que también te cueste dejarnos. En mi círculo de amigos hay ex adventistas que se han ido físicamente, pero cuyos corazones nunca han encontrado un hogar. Sigue habiendo una molesta atadura, una correa, entre ellos y nosotros. No consiguen liberarse de ella. Algunos tienden a quedarse y a incordiarnos, a recordarnos nuestras muchas contradicciones e hipocresías.
¿Por qué nos cuesta tanto desprendernos de los demás?
Loren Seibold es pastor jubilado, y el Editor Ejecutivo de Adventist Today