La empatía y la justicia social
Cuando pensamos en iglesias que trabajan por la justicia social, a menudo pensamos en la acción pública o política: actividades para proporcionar ayuda o socorro a las personas necesitadas, así como organizar y concentrarse, marchar con pancartas, ponerse en contacto con nuestros diputados y votar.
Sin embargo, estos esfuerzos no siempre tienen el éxito que nos gustaría y, en realidad, a menudo ni siquiera son intentados por las iglesias. ¿Por qué? Estoy convencido de que el problema es que no empezamos por la empatía. Cada vez soy más consciente de la necesidad de un trabajo emocional interno en nuestras comunidades religiosas para facilitar una justicia social efectiva.
Las simples marchas y concentraciones no bastan para impulsar la tan necesaria justicia para comunidades como la mía, la afroamericana. Conozco personal y dolorosamente comunidades religiosas que históricamente no se han implicado, ni se implican actualmente, en esfuerzos de justicia social, ni siquiera para los que están dentro de su propia organización, como las mujeres. Propongo que una razón fundamental de la falta de acción es que no dedicamos el tiempo necesario a luchar contra emociones negativas como la ira, el miedo, la culpa, la vergüenza y la tristeza.
Las emociones negativas
Un recurso en línea dice: ” Las emociones como la ira, el miedo, la culpa, la vergüenza, la tristeza se denominan negativas debido a la miseria y la infelicidad que son el resultado de esos sentimientos”.
Todos alguna vez sufrimos esa clase de emociones. Sin embargo, en algún lugar del camino nos enseñaron que está mal expresar cualquier cosa que no sea alegría y otras emociones agradables. Hay que ser positivo, esperanzador, optimista, nos dicen, y no es un mal consejo dentro de lo que cabe.
Llorar, sin embargo, se interpreta como debilidad, y no queremos ser percibidos como débiles, aunque el apóstol Pablo diga: “Me alegro de ser débil… pues lo que me hace fuerte es reconocer que soy débil.” (2 Corintios 12:10 TLA). En este pasaje, Pablo demuestra ser consciente de su propia debilidad, lo que le lleva a sentir que la fuerza sobrenatural de Dios suple su deficiencia. En otras palabras, la debilidad no tiene por qué ser un concepto negativo, sino un paso previo a la fortaleza.
Curiosamente, en nuestra cultura la expresión de la ira puede verse como una fortaleza: a menudo es un comportamiento aceptable arremeter con ira. Sin embargo, la ira suele ser una emoción secundaria a la tristeza. El reto consiste en mirar más allá de la ira para identificar la tristeza, la culpa o la decepción.
Negarse a permitir una tristeza apropiada u otras reacciones negativas no sólo tiene una mala influencia en las relaciones, sino en la comunidad en general, y puede incluso dar lugar a entornos tóxicos. La respuesta constructiva consiste en comprender por qué estoy triste, me siento culpable o decepcionado. Para hacerlo, hay que procesar estos sentimientos con un amigo de confianza (o con un profesional, si es necesario). Estas emociones no deben sufrirse en soledad. La dificultad de experimentar emociones negativas disminuye cuando las emociones se experimentan con otras personas, y los demás participan en sentirlas contigo. Brené Brown, LMSW y pionera de la empatía, dice: “La empatía no es sentir por alguien, es sentir con alguien”.
Cuando nos permitimos sentir emociones negativas con los necesitados, también les abrimos las puertas a la justicia social. Se crea un vínculo cuando somos capaces de afrontar con seguridad nuestra ira o tristeza en presencia de otra persona. Nos sentimos capacitados para luchar por la justicia social defendiendo a los que no tienen voz, porque la experiencia de procesar nuestra emoción negativa nos brinda la oportunidad de encontrar nuestra voz.
Jesús y la ira
Lucas 19, que termina con la purificación del templo por parte de Jesús, es ilustrativo al respecto cuando se estudia en su contexto. Comienza con el encuentro de Jesús con Zaqueo, un hombre rechazado por su comunidad. Zaqueo entabla amistad con Jesús, y el resultado es que Zaqueo le devuelve el dinero que le había quitado a su comunidad. Jesús aprovecha esta oportunidad para enseñar sobre la mayordomía y qué hacer con tu dinero (o dones espirituales) cuando un patrón perspicaz te los confía.
Un poco más allá de la entrada triunfal de Jesús montado en un pollino, vemos a Jesús entrando en el templo, donde los líderes de la iglesia se aprovechan de la gente, en su mayoría pobres e ignorantes. Estos líderes son considerados hombres santos y buenos. Sin embargo, les faltaba un componente clave: la empatía. La religión de la época exigía que la gente ofreciera sacrificios de animales para expiar sus pecados. A los pobres se les permitía ofrecer animales menos caros porque no podían permitirse un animal más grande, como una oveja. Los líderes religiosos extorsionaban a los pobres exigiéndoles más de lo que podían permitirse y engañándoles en las transacciones. Esas cosas distorsionaban totalmente el propósito de los sacrificios.
Jesús sintió la impotencia de aquella pobre gente, de que estuvieran a merced de líderes corruptos que no se preocupaban por la gente, sino por los resultados financieros. La respuesta de Jesús al ver cómo estafaban a su pueblo fue que ¡se enfadó! No se enfadó por sí mismo -no muchos días después se calló cuando fue la víctima-, sino que se enfadó porque estaba triste por la gente.
Jesús sintió rabia sin disculparse, y eso le llevó a una expresión de justicia, con Jesús volcando las mesas de los mercaderes. Si queremos alcanzar la justicia social, debemos permitirnos sentir por nuestra gente y estar en contacto con su realidad, como Jesús lo estuvo y lo está. Jesús se identificó con ellos, ¡con nosotros! Es decir, si queremos ser una iglesia de justicia, es imperativo que nos identifiquemos emocionalmente con la gente de nuestra comunidad, sin limitarnos en hacer solo las cosas que nos interesa en la iglesia.
La Iglesia como espacio seguro
Te animo a que te pongas en el lugar de los demás, a que estés a su lado en los momentos de necesidad. La justicia social no empieza con quienes tratan injustamente a nuestras comunidades. Empieza con nosotros, en la seguridad emocional de la iglesia, donde podemos sentir y expresar emociones reales, en un espacio seguro y de apoyo. Existe un deseo natural de ayudar a otras personas cuando somos ayudados.
El siguiente paso después de haber establecido un vínculo con la comunidad de tu iglesia, a través de la experiencia de darnos unos a otros un espacio seguro, es llegar a las personas de tu ciudad que están experimentando sus propias dificultades y proporcionarles, también a ellos, la libertad de sentir. El resultado inevitable es una comunidad en la que existe empatía. Esto se convierte en el combustible de la justicia social, porque la empatía es donde todo empieza.
Natalie Alexander es una Licenciada en Orientación Psicológica en Huntsville, Alabama, donde reside con su esposo y tres hijos increíbles. Su deseo cotidiano es facilitar y participar en interacciones significativas y saludables.